
El desafío al orden mundial
Rusia, China, Irán y Corea del Norte consolidan un frente común contra el orden liberal occidental

En enero de 2024, un ataque masivo ruso con misiles sobre las ciudades ucranianas de Kiev y Járkov marcó un nuevo punto de inflexión en la guerra. Lo más impactante no fue la magnitud del ataque ni la respuesta de Ucrania, sino el origen del armamento empleado: drones de diseño iraní, misiles norcoreanos y componentes electrónicos de origen chino. No fue una acción aislada, sino un indicio cada vez más claro de que una coalición informal, pero poderosa, se está consolidando a la sombra del sistema internacional. Un eje de potencias autoritarias, profundamente contrarias al status quo global, al concepto occidental de derechos humanos y a la expansión, cada vez más omnipresente, de la arquitectura internacional liberal surgida tras la Segunda Guerra Mundial y reforzada tras la Guerra Fría.
Este fenómeno ha sido llamado por Andrea Kendall-Taylor y Richard Fontaine The Axis of Upheaval (El eje de la agitación), y plantea un desafío estratégico de primer orden que Occidente, y particularmente Europa, aún no han interiorizado del todo. Escenificaron su afinidad hace unos días, cuando vimos a sus líderes marchar juntos para mandar un claro mensaje. Se trata de una convergencia entre Rusia, China, Irán y Corea del Norte, con implicaciones que van más allá del escenario ucraniano, y que afectan de lleno a la estabilidad europea, al equilibrio en Asia y al papel de actores periféricos pero relevantes, como Venezuela.

A diferencia del bloque soviético de la Guerra Fría, que se apoyaba en un sistema fractal, a través del cual los países satélites replicaban la estructura política de la URSS y tenían una fuerte dependencia de esta, este nuevo eje no se articula en torno a una ideología compartida. Tampoco es una alianza formal ni cuenta con una estructura de mando centralizada. Es más bien una red flexible, pero persistente, de cooperación táctica y estratégica entre potencias autoritarias que comparten una visión del mundo alternativa: multipolar, menos centrada en valores universales y más propensa a reconocer esferas de influencia regionales.
Cada uno de los miembros de este eje tiene motivaciones propias para rechazar el orden actual. Rusia, en su desmedido afán, muy particularizado por su presidente, por restaurar su influencia postsoviética y hacer frente a la expansión de la OTAN. China, deseosa de reconfigurar el sistema internacional en términos más acordes con su peso económico y militar, y de desplazar a EE.UU. del Indo-Pacífico, lugar que se ha convertido en el centro de gravedad del esfuerzo estratégico norteamericano. Irán, decidido a resistir las sanciones y consolidar su red de aliados y milicias en Oriente Próximo. Y Corea del Norte, cuya supervivencia se subordina a sus capacidades militares y a la disuasión nuclear.
No hay ni un atisbo de alianza ideológica. Huelga decir que la autocracia iraní es antagónica de cualquier régimen comunista laico. El eje se construye sobre una lógica de interdependencia pragmática: Rusia necesita municiones y tecnología para salir del atolladero en el que se ha metido con la guerra de Ucrania, China precisa petróleo barato y un socio estratégico para debilitar a Occidente, Irán demanda protección diplomática y canales para exportar su influencia, y Corea del Norte requiere legitimidad y asistencia económica.

La colaboración entre los miembros del eje se expresa en múltiples niveles:
En el ámbito militar, Rusia ha recibido misiles, munición y soldados coreanos que han derramado su sangre en una guerra que seguramente ni comprendan. También ha conseguido drones de Irán y componentes críticos de China. A cambio, ha transferido tecnología avanzada, incluidos reactores nucleares, sistemas de defensa aérea y conocimientos operativos—, fortaleciendo a sus aliados de conveniencia.
En el plano económico, el comercio en monedas nacionales ha ganado protagonismo. Irán y Rusia operan cada vez más en rublos y riales, China y Rusia en yuanes. El objetivo es claro: reducir la dependencia del dólar estadounidense y escapar a los mecanismos de sanción occidentales.
En el terreno diplomático, estos países se apoyan mutuamente en foros internacionales. China ha evitado condenar la invasión rusa de Ucrania. Rusia, por su parte, protege a Irán en el Consejo de Seguridad de la ONU. Todos han coincidido en criticar a Israel durante la guerra en Gaza y en señalar a EE.UU. como desestabilizador global.
En la dimensión tecnológica, China ha exportado a Rusia semiconductores, componentes electrónicos y tecnología de doble uso, permitiéndole sostener su industria militar a pesar de las sanciones. También se exploran iniciativas conjuntas en inteligencia artificial y armamento hipersónico.
Este entramado no precisa institucionalizarse para ser efectivo. De hecho, su ambigüedad le otorga flexibilidad. Las relaciones son bilaterales, pero se alimentan mutuamente. El eje, sin ser una alianza formal, está empezando a actuar de facto como un bloque geopolítico que socava el orden liberal desde múltiples frentes.

Implicaciones para Europa
El viejo continente es, en mi opinión, como una setentera que se ha hecho adicta al bótox y que ha priorizado su apariencia a la dignidad. Europa es, junto con Asia, la región más expuesta a esta reorganización del poder global. Lo es por razones geográficas, estratégicas y políticas.
En primer lugar, porque el teatro ucraniano es el frente principal de la confrontación entre este nuevo eje y las democracias occidentales. La resistencia de Ucrania depende en gran medida del apoyo europeo y estadounidense. Pero si este apoyo flaquea, y Rusia se consolida territorial y políticamente, la seguridad de Europa Oriental quedará en entredicho.
En segundo lugar, porque Europa no está preparada para sostener una guerra prolongada sin el respaldo de EE.UU. Las capacidades industriales de defensa son limitadas, la autonomía energética sigue siendo frágil y la cohesión política es cada vez más difícil de preservar ante el ascenso de fuerzas populistas, euroescépticas y prorrusas en países como Hungría, Eslovaquia o incluso Francia.
En tercer lugar, porque el eje utiliza herramientas híbridas para desestabilizar a Europa: campañas de desinformación, ciberataques, sabotaje de infraestructuras o presión migratoria. La guerra ya no se libra solo en los campos de batalla, sino también en las redes sociales, en los precios de la energía, en las urnas.

La fragmentación política interna en Europa es un objetivo para Moscú y sus aliados. Al promover discursos de desconfianza hacia la OTAN, la UE y las élites liberales, se debilita la capacidad del continente para actuar con unidad estratégica.
Trump, al comienzo de su mandato, hizo ojitos a Putin. Seguramente no buscaba salvar vidas en Ucrania, sino atraerlo fuera de la influencia China, que es el rival directo de los norteamericanos en la competición estratégica global. No es buena noticia que tres potencias nucleares cooperen y reten al sistema liberal. Tampoco lo es que Irán forme parte de ese club y pueda beneficiarse de esta asociación que dará mucho que hablar en los próximos meses.
Venezuela, la pieza periférica
Venezuela tiene la desventaja de su lejanía geográfica con el resto de los países de los que estamos hablando. Por otra parte, su renta per cápita ha bajado hasta ser la mitad de la de Guinea Ecuatorial y estar entre los países más pobres de la América Hispana. Aun así, Venezuela se ha convertido en una pieza funcional del sistema de cooperación autoritaria global. Bajo el régimen de Nicolás Maduro, el país ha estrechado lazos con Rusia, China e Irán de forma sostenida.
Rusia ha brindado apoyo político, militar y de inteligencia al régimen chavista. Ha enviado asesores, ha condonado deuda y ha ayudado a evadir sanciones.
China ha sido, durante años, el principal socio financiero de Venezuela, ofreciendo préstamos a cambio de petróleo y participando en proyectos de infraestructura.
Irán ha enviado combustible, técnicos y alimentos, ha cooperado en la producción de drones y ha utilizado a Venezuela como plataforma de presencia en América.

Más allá de los beneficios materiales, Venezuela tiene un valor simbólico: es la evidencia de que es posible resistir durante años la presión internacional, mantenerse en el poder a pesar del aislamiento y el contrastado fraude electoral, e incluso ganar influencia regional.
Además, Venezuela posee capacidad de desestabilización regional: su conflicto con Guyana por el Esequibo, sus relaciones con grupos irregulares colombianos, su influencia en Nicaragua y Cuba, su capacidad para condicionar flujos migratorios hacia el sur de EE.UU. y su posible participación en el narcotráfico hacia el norte la han convertido en una ficha útil para el eje.
Una narrativa alternativa
Uno de los elementos más poderosos de este nuevo eje no son sus armas ni sus economías, sino su narrativa. El discurso de que el orden liberal occidental es hipócrita, excluyente y decadente encuentra eco en muchas capitales del sur global.
La falta de condena a Rusia por parte de países africanos, asiáticos e hispanoamericanos no fue una respuesta por afinidad ideológica, sino una muestra de desconfianza hacia Occidente. En el sur se perciben la intervención en Irak, la falta de acción en la crisis humanitaria en Palestina, el uso selectivo de sanciones y la percepción de que las reglas solo se aplican a los débiles. Esto ha minado la legitimidad moral del sistema liderado por EE.UU. y al que Europa sigue afiliada.
Frente a eso, el eje ofrece una narrativa alternativa: soberanía nacional sin interferencias, cooperación sin condiciones políticas, multipolaridad en lugar de hegemonía. Es un discurso con sombras más que evidentes, pero que gana terreno en un mundo más escéptico con el liberalismo occidental.
No es la primera vez que el sistema liberal ha sido dado por amortizado. Sucedió con los imperios y volvió a suceder con la erupción de los sistemas totalitarios de corte fascista o comunista. No obstante, ha demostrado ser profundamente resiliente, sobreviviendo a todo lo que sucedía a su alrededor y a experimentos políticos y económicos que tal como aparecieron, acabaron esfumándose con el tiempo.

La respuesta de occidente no puede ser la nostalgia del mundo unipolar ni el uso exclusivo de herramientas militares. Hace falta una estrategia más sofisticada y coherente.
En primer lugar, admitiendo el desafío multipolar. No se trata de Rusia por un lado, China por otro, Irán en Oriente Próximo y Corea del Norte en Asia. Se trata de un sistema de colaboración informal pero eficaz que actúa de forma sincronizada.
El problema de Europa es el de siempre, un “taifismo” que no deja de ser un síntoma evidente de debilidad. Por otra parte, Donald Trump está completando todo el recorrido de los antiguos emperadores o reyes que, en plena decadencia, trataron de proteger sus economías, hacer ostentaciones de fuerza y aparentar ser lo que otrora fueron.
El mundo está en plena transición
El eje de la agitación, como lo han bautizado, es algo más que una etiqueta. Es una expresión de una transición geopolítica en marcha, en la que el poder se dispersa, las reglas se cuestionan y los equilibrios se rompen. No se trata de un regreso automático a la Guerra Fría, pero sí de una competencia estratégica prolongada entre modelos de orden global distintos.
Europa debe asumir su responsabilidad histórica y estratégica. Ya no puede depender exclusivamente de EE.UU. Ni puede permitirse el lujo de actuar con ingenuidad. Lo que está en juego no es solo la integridad de Ucrania, sino la estabilidad del continente, la vigencia del derecho internacional y la capacidad del mundo democrático liberal de seguir siendo una referencia.
El eje de la agitación ya está en movimiento. La pregunta es si Occidente sabrá responder con visión, coherencia y determinación antes de que sea demasiado tarde, pero esa es otra historia digna de ser contada…
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