
Llegeix en exclusiva un fragment de 'Diario de una traidora', el llibre de Laura Fàbregas
Avançament en exclusiva per als lectors d'E-Notícies del capítol 'Les fake news de la Rahola' del llibre publicat per la periodista catalana
Ser periodista a Catalunya no és fàcil. Bé, sí que ho és mentre no qüestionis el relat imperant del processisme i el bonisme que promou l'establishment català. Però si t'atreveixes a fer-ho, ja saps què et passarà. Així d'entrada, acusacions de colono, feixista, nyordo, extrema dreta, botifler, etc.
Exemples d'aquesta mena de periodistes n'hi ha uns quants. No molts, però uns quants, sí. I un dels més destacats és el de Laura Fàbregas. El dia 9 d'abril, aquesta periodista nascuda a Argentona publica el llibre 'Diari d'una traïdora'.

En ell, Fàbregas explica com va viure des de dins el 'procés', però també intenta plasmar com anys i anys de pujolisme van acabar evolucionant en un procés independentista que, passats els anys, va acabar enfonsant Catalunya econòmica, política i socialment. I la Laura Fàbregas ho fa des d'una perspectiva personal. D'algú que criada en el nacionalisme, que va arribar a assistir a manifestacions indepes, però que va acabar en el considerat, per al nacionalisme català, 'costat fosc'.
Jordi Pujol, Jordi Basté, la relació de l'independentisme amb la selecció espanyola de futbol, les campanyes d'assetjament a les xarxes socials... fins i tot crítiques al constitucionalisme. En el llibre 'Diari d'una traïdora', Laura Fàbregas intenta explicar què va passar sociològicament a Catalunya durant el 'procés', com es va arribar fins als extrems als quals es va arribar i com es va viure a les redaccions dels mitjans de comunicació.
Dos dies abans de la seva publicació, els lectors de l'E-Notícies tenen el privilegi de poder gaudir en exclusiva d'un capítol d'aquest llibre. El capítol titulat 'Les fake news de la Rahola'.
'Les fake news de la Rahola', fragment del llibre 'Diario d'una traidora' de Laura Fàbregas
Lo que más sufrimiento me causaba cuando empezaron a llamarme de TV3 y otros medios para formar parte de las tertulias políticas eran los comentarios desagradables que tenían que aguantar mis padres y mis hermanas. Intuyo que, para evitarme este sufrimiento, mi familia me ha ocultado muchos de estos episodios. Y me han llegado solo los más inofensivos, como la vez en que una antigua secretaria de mi madre se topó con mi hermana por la calle, y en un total estado de consternación le preguntó:
—¿Qué le ha pasado a Laura? Con lo maja que era de niña...
—Que yo sepa, sigue siendo maja—respondió mi hermana.
Cuando el debate político penetra en los estratos más viscerales del ser humano, se corre el riesgo de censurar moralmente a quienes opinan distinto. Deja de ser una cuestión de derecha o izquierda, de ser reformista o conservador, y pasa a ser una cuestión de buenos y malos. Si la mayoría se ofendían o se escandalizaban por mis opiniones públicas, una pequeña parte deseaba, o rezaba, para que fuera solo una forma de provocación, d’épater le bourgeois. Creían que, en el fondo, una buena persona como yo no podía creer realmente en lo que decía. Cuando confirmaban que defendía en público lo mismo que en privado, me miraban con cierta lástima, como quien no sabe que vive totalmente equivocada.
A mi familia y a mí nadie nos aplaudía ni nos hacía un guiño de complicidad, al contrario de lo que les pasa a quienes se oponen vehementemente al nacionalismo desde el calor que ofrece la capital. Y no pretendo hacerme la mártir en un país donde verdaderos héroes civiles han muerto con disparos en la nuca, ya que solo me ha tocado la desagradable sensación de afrontar miradas de desaprobación paseando por el pueblo. Recuerdo una ocasión en que fuimos varios amigos a pasar un fin de semana a Castellfollit de la Roca, el minúsculo pueblo ultranacionalista que es célebre por colgar de un precipicio; uno de estos amigos tenía miedo de que, si me reconocían, no nos alquilarían la casa. Me quedó la leve sospecha de que, de haber sido así, me habrían culpado. ¡Me lo habría merecido!
Donde había una animadversión explícita hacia mis intervenciones televisivas y radiofónicas era en las redes sociales. Mucha gente me insultaba. No solo energúmenos anónimos o pajilleros incels, también mujeres y madres que me decían que «les daría vergüenza tener una hija como yo». No negaré que este comentario me afectó, pero el día que me cayó una lagrimilla por mis grandes mejillas fue cuando me llamaron «franquista». Fue como perder la virginidad; una penetración abrupta del mundo infecto de las redes. A mí, que a diferencia de tantos independentistas ilustres, como Lluís Llach o Marta Rovira, no he tenido franquistas en la familia, me sentó como una patada en el culo. Muchos de estos comentarios también afectaban a mi madre, y tuve que pedirle que no contestara. Desde que superé esta fase de inocencia de creer que los medios y las redes fomentan el entendimiento, y teniendo en cuenta que la televisión engorda, llevo con mucho orgullo que me llamen facha antes que gorda.
Ahora se ha relativizado la virulencia de los ataques en X (antes Twitter), y se nos olvida, pero al principio resultaba de lo más impactante. La mayoría de la gente no sabe, y yo, pese a ser tertuliana, también lo desconocía, que las principales entidades de referencia del independentismo, la ANC y Òmnium Cultural, fueron pioneras en España de las llamadas tácticas de guerrilla digital. Lanzaban contra los disidentes de su proyecto político a sus simpatizantes o troles más fanatizados para buscar un efecto de inhibición o autocensura por parte de quienes no les seguían la corriente. Parece una banalidad, pero estas prácticas, que posteriormente adoptaron Podemos y Vox, tenían su efectividad. A nivel político también se daba el fenómeno de que muchos líderes cambiaban su discurso si afectaba a su popularidad en las redes. A golpe de encuesta o de tuit. Hasta el punto de que se daba la paradoja de que esta realidad virtual condicionaba mucho más el discurso de los nuevos políticos que la democracia representativa y el voto real de los ciudadanos.
Por descontado, también era mucho más fácil que se colaran fakenews. Y el procés independentista ha estado repleto de grandes fakenews. Una de las que más recorrido tuvo, que dejó a Albert Rivera, líder de Ciudadanos, fuera de combate, fue la que propagaron Pilar Rahola y Jordi Barbeta desde los medios de comunicación acerca de una resolución del Tribunal de La Haya sobre Kosovo y la supuesta prevalencia de la «voluntad democrática» frente la legalidad de un Estado. La sentencia existe, pero un fragmento fue reformulado no por troles en X, sino por la Comisión de defensa de los derechos de la persona del Ilustre Colegio de Abogados de Barcelona en enero de 2013.
El texto inventado rezaba: «Declaramos que no existe en el derecho internacional ninguna norma que prohíba las declaraciones unilaterales de independencia, declaramos que, cuando hay contradicción entre la legalidad constitucional de un Estado y la voluntad democrática, prevalece esta segunda, no es la ley la que determina la voluntad de los ciudadanos, sino que es esta la que crea y modifica cuando sea necesario la legalidad vigente». En un tercer grado a Rivera en 8tv, en 2013, Rahola repitió como un loro esta cita falsa.
Tan poderosa fue la mentira que en la vigilia del referéndum ilegal del 1 de octubre de 2017 volvió a circular con fuerza, pese a haber sido desmentida por los propios medios que le habían dado credibilidad. En esos días circulaban mensajes en WhatsApp sobre un posible reconocimiento de Eslovenia o Israel a la independencia de Cataluña. En el chat grupal de familia, la mujer de uno de mis primos, con toda la condescendencia del mundo, y sabiendo que en ese chat se había decidido dejar de hablar de política por el bien de la familia, hizo una última tentativa para convencernos de «ir a votar», apelando a un etnicismo inverso, porque ella, con apellido castellano, iría a votar, mientras que nosotros, de «apellido catalán», no lo haríamos, y mandándonos esa falsa cita de La Haya sobre la declaración unilateral de independencia de Kosovo. Como me lo puso en bandeja, le envié la información real y le reproché que, como los trumpistas ignorantes que tanto detestaba, también ella era una paleta —en su caso, de extrema izquierda— que se tragaba una fakenews como una catedral. Fue de las pocas veces que los hechos, al ser tan apabullantes, se imponen a las opiniones. Tuvo que callar, y desde aquella conversación ya no le hemos visto más el pelo, ha dejado de asistir a los encuentros familiares y, por si fuera poco, debe de ser tan amante del derecho a decidir que tampoco deja a mi primo asistir...
Esta alianza de facto contra España de la burguesía catalana y la izquierda alternativa de la CUP me desconcertaba. El entonces director de El País, Antonio Caño, escribió en un artículo en 2018 que, en cada país, la demagogia adquiere expresiones diferentes; en algunos lugares es la extrema derecha quien capitaliza el descontento por los efectos de un mundo globalizado y en transformación constante, y en otros, la extrema izquierda.
En nuestras latitudes la incorrección política vino de la mano de la CUP y fue aplaudida por muchos catalanes, digamos, moderados. Y por periodistas y columnistas muy coquetos como Josep Ramoneda o Manuel Castells. Se cele braba la gestualidad hiperbólica y el escarnio en sede parla mentaria. Todo empezó el 11 de noviembre de 2013, cuando en una comisión en el Parlament el líder de los antisistema enarboló una sandalia ante el banquero y exministro del PP Rodrigo Rato. ¿Sirvió ese gesto de David Fernández para que Rato acabara finalmente entre rejas? ¡No! Eso fue por obra y gracia de los tribunales. La acción política del líder de la CUP fue muy útil para quedarse a gusto consigo mismo y alimentar al pueblo sediento de carnaza. Esta semilla cupaire del espectáculo político dio sus frutos más tarde en el Congreso, gracias a las intervenciones estelares de Gabriel Rufián. En cambio, ahora todos se escandalizan cuando es Vox quien las practica.
Més notícies: