Dos hombres mayores vestidos de traje aparecen frente a una corona dorada sobre un fondo rosa y negro
OPINIÓN

¿Tiene sentido la monarquía en una democracia moderna?

No existe una correlación directa entre la falta de libertades o una carencia democrática con la existencia de la Corona

A raíz de los últimos acontecimientos en los que el Rey Emérito Don Juan Carlos I ha aparecido como protagonista aciago, considero de interés disertar acerca de la vigencia, utilidad y sentido de la institución monárquica en España. Más allá de las controversias personales que puedan rodear a sus miembros, el debate que planteo invita a reflexionar sobre la naturaleza de la Corona, su papel en el sistema político y su compatibilidad con un Estado democrático moderno. Precisamente, en este artículo se pretende analizar dichas cuestiones a la luz de la historia, la comparación internacional y la función que, en la práctica, desempeñan las monarquías parlamentarias actuales, poniendo especial atención en la española.

Desde tiempos inmemoriales, la mayoría de las comunidades políticas han otorgado un poder mayor a una persona determinada sobre el resto de la población. Dicha figura ha sido reconocida con diversos nombres -califa, rey o emperador, entre otros- en función de la comunidad política a la que perteneciera. A lo largo de los últimos siglos, el número de países en que se reconoce legalmente la figura de un monarca ha ido disminuyendo hasta situarse en torno a las 43 monarquías en todo el mundo.

El rey Felipe VI y el rey Carlos III mayores vestidos con traje y corbata posan juntos al aire libre frente a una reja y árboles.

Si bien en la edad media, las monarquías existentes revestían una naturaleza absoluta en cuanto al poder que ostentaban, en la actualidad el estatus de las mismas ha evolucionado en la mayoría de los países, destacando por ello las monarquías europeas restantes. De la misma forma, el poder divino sobre la base del cual se le otorgaba legitimidad al monarca no se atisba ya como algo tenido en cuenta, sino que se presenta como una mera reminiscencia de la tradición de la institución. Actualmente, lo que comúnmente denominamos monarquías parlamentarias o constitucionales, basan su legitimidad en el reconocimiento constitucional de las mismas.

Sin embargo, cabe recordar que, aún existiendo un gran número de monarquías que han modificado su forma de obtención de la legitimidad y el alcance de sus competencias -llegando estas a ser prácticamente nulas-, siguen subsistiendo algunas -fundamentalmente en Asia y África- cuyo desenvolvimiento se asemeja al de las monarquías pretéritas. Por ello, entenderán que, en lo que respecta al presente artículo, me refiera únicamente a las que se encuentran inmersas en un sistema político de carácter democrático, dado que son las que, desde un punto de vista liberal, pueden llegar a ser vistas como positivas o, si lo prefieren, como no nocivas.

En primer lugar, considero primordial dar respuesta al tan manido argumento de que la institución monárquica es incompatible con la democracia y los sistemas de libertades avanzados. A este respecto, si consideramos el Índice de Democracia que elabora anualmente la revista británica The Economist, podremos comprobar que en el año 2023, de entre las 24 "democracias plenas" existentes en el globo según el citado estudio, 12 de estas se reconocen formalmente como monarquías. Además, los países que componen el top 4 de este índice -Noruega, Nueva Zelanda, Islandia y Suecia- mantienen esta forma de Estado. A colación de lo anterior, se puede inferir que el hecho de que un estado se constituya en forma de monarquía, no tiene por qué llevar asociado una merma en la calidad democrática del país.

Imagen de Felipe VI jurando la Constitución en las Cortes delante de Juan Carlos I y la reina Sofía

A esta idea debemos sumarle algo que ya he esbozado de forma indirecta en un párrafo previo, esto es el hecho de que las instituciones monárquicas -véase la Corona Española- apenas ostentan competencias, por no decir que se les ha despojado de todas ellas. En este sentido, si consideramos el caso de España, el Rey no tiene ninguna capacidad legislativa ni ejecutiva, sino que sus atribuciones son meros complementos estéticos cuya ejecución es legalmente imperativa. Ello responde a la evolución inicialmente emprendida tras el proceso revolucionario de finales del XVII en Inglaterra y desde finales del XVIII en el resto del continente, mediante los cuales se introdujo como sistema político el modelo de monarquía constitucional, sufriendo la Corona una evolución de acuerdo a las exigencias que imponía la teoría política de la separación de poderes, llegando a lo que son a día de hoy las monarquías europeas.

A este respecto, algunos podrán esgrimir que, vistas las circunstancias que rodean a la figura del Rey, dicha institución deviene absolutamente prescindible. Y aunque a efectos prácticos puedan estar en lo cierto, la importancia de la Corona en el contexto actual no se explica por sus atribuciones y competencias -ya hemos demostrado que son casi nulas en España-, sino por su dimensión simbólica.

Conviene, por tanto, detenerse en esas atribuciones de carácter simbólico sobre las que se fundamenta su existencia. En España, el Rey ostenta la representación del Estado como una entidad única, tanto frente a las Comunidades Autónomas como en el ámbito internacional. Asimismo, simboliza la unidad del Estado dentro de un marco de separación de poderes y desempeña funciones protocolarias como el nombramiento del Presidente del Gobierno, la convocatoria de Cortes, la promulgación de leyes, la administración de justicia o la expedición de decretos, todas ellas sin margen de decisión política y siempre bajo refrendo del Gobierno. Esta configuración permite que una figura apolítica y neutral represente a la nación en su conjunto, con actuaciones estrictamente reguladas por la ley y sometidas al control del Ejecutivo.

En conclusión, quienes denuestan a las monarquías integradas en los sistemas políticos democráticos, lo podrán hacer aduciendo la incompatibilidad de los orígenes de la institución con la concepción de estado moderno actual, o incluso haciendo referencia la inutilidad del monarca en relación con sus atribuciones políticas actuales. Sin embargo, algo que debe ser aceptado como cierto es que no existe una correlación directa entre la falta de libertades o una carencia democrática con la existencia de la figura de la Corona. De hecho, como hemos comprobado, muchas monarquías parlamentarias han demostrado ser modelos de estabilidad y prosperidad, donde la Corona actúa como un símbolo de unidad y continuidad, sin interferir en el funcionamiento democrático de las instituciones.

Cuatro personas elegantemente vestidas aplauden sobre un escenario con fondo oscuro y luces brillantes: la princesa Leonor, el rey Felipe, la reina Letizia y la infanta Sofía

No obstante, para revestir de manera definitiva a la institución de la Corona de plena congruencia con los principios democráticos, sería necesario revisar ciertos privilegios que la Constitución otorga en materia penal, en particular la inviolabilidad absoluta de la persona que ostente el cargo. La igualdad ante la ley debe prevalecer como principio rector en cualquier Estado de derecho, sin excepciones que puedan socavar la confianza ciudadana en las instituciones. Si bien la asignación económica y otros elementos de representación pueden justificarse por el papel institucional que desempeña la Corona, el mantenimiento de una inmunidad ilimitada carece de encaje en una democracia madura. Su revisión, lejos de debilitar la institución, podría reforzar su legitimidad y adaptarla de forma más plena a los valores de transparencia, responsabilidad y equidad que exige la sociedad contemporánea.

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