Dos mujeres con expresiones serias aparecen en un collage sobre un fondo rosa, una de ellas lleva un collar y la otra una corona, mientras que en el fondo se observa un grupo de dibujos de personas de diferentes culturas tomados de la mano alrededor de un globo terráqueo.
OPINIÓN

‘Nos ancêtres, les Gaulois’

La reconstrucción de mitos nacionales en la cultura popular desafía las raíces históricas y genera una crisis de identidad en Occidente

En 1929, un periódico bretón publicaba la siguiente caricatura: Un maestro se dirige a alumnos de diferentes etnias (hoy diríamos “racializados”), correspondientes a los pobladores nativos de las diferentes dependencias de Ultramar de la III República Francesa, y afirma: “Nuestros ancestros se llamaban los galos. Eran altos, rubios y de ojos azules…”, lo que causa comprensible sorpresa en sus alumnos.

Hay quien ha argumentado que tal tipo de propaganda (denunciada ya en 1898 por figuras públicas francesas, que se preguntaban la utilidad o relevancia para el senegalés medio de la lista de reyes franceses que empezaba con la conversión de Clodoveo), contra sus intenciones y por su descaro, puede resultar benigna: Forzosamente, se argumenta, el choque contra la evidente realidad (de que dudosamente los antepasados del indochino o el senegalés podían ser “los galos”) incita al pensamiento crítico, al cuestionamiento y, en última instancia, a la rebelión.

Pues bien:

Durante los últimos años, numerosas producciones culturales de alto perfil europeas y norteamericanas (‘occidentales’, a la postre), parecen invertir el paradigma:

Así en la producción de 2021 de HBO Max ‘Ana Bolena’, que nos presenta una reina de Inglaterra de más que dudoso origen europeo o ‘La Reina Carlota’ (Netflix; 2023), en qué la ex-princesa de Mecklemburgo-Strelitz (si no saben dónde es eso, una pista: hace mucho frío) parece haber nacido en la Guayana. En Mary, Queen of Scots, los valientes highlanders (lit.: montañeses) lo son más del Macizo Etíope que de las tierras altas escocesas.

Una mujer con un vestido rojo está sentada en un trono de madera, junto al texto

No se salva de esta revisión de mitos nacionales ni el Rey Arturo, ni la prestigiosa BBC: En su ‘Merlín’, de 2008, el rey atávico, sin duda tras un tour por las Américas, trae a su lado por Ginebra a una mulata de origen caribeño.

En el ámbito de los documentales, la miniserie producida por la televisión pública nacional del país “Historia de Suecia”, presenta a los primeros pobladores de la península escandinava con tez oscura, ojos azules, y rasgos africanos:

Incluso cuando en el último caso parece no solamente perdonable si no riguroso (los restos de ADN humanos más antiguos hallados en Escandinavia, concretamente en Dinamarca, y que datan de hace aproximadamente 11.000 años, pertenecen, efectivamente, a individuos de tez oscura y ojos claros), la polémica en redes sociales me hace pensar que, como a los niños senegaleses o indochinos del XIX y XX, a los europeos todo esto empieza un poco a no cuadrarnos.

Como tampoco, creo, nos cuadra mucho la hipótesis, aparentemente genial según tantos comentadores profesionales de conocidas tendencias ideológicas, de que para el progreso de la raza humana en su conjunto todas las culturas ‘blancas’, y la misma “blanquitud” deben extinguirse del globo terráqueo; dato sorprendente cuando estas mismas civilizaciones son las creadoras de los mismísimos conceptos de libertad académica y de expresión que hacen posible el debate sobre su autodestrucción.

Como no nos cuadra que, desde los mismos foros en que se habla de la naturaleza violentamente patriarcal de la cultura que alumbró el sufragio femenino, se ensalce el feminismo de Mahoma (el profeta, “la Paz y la Gracia sean con él”) y su enseñanza y se concluya que “el patriarcado es solo uno, y es blanco y occidental”.

En definitiva, no nos cuadra, como escribía el intelectual británico Sir Roger Scrutton, que cada “aspecto”, “cualquiera de la herencia occidental del que nuestros antepasados se sentían orgullosos”, “no importa qué aspecto positivo de nuestra herencia política y cultural” se trate hoy de poner “entre comillas”, de rodear de un “aire” a “impostura o superstición”, con seminarios universitarios y grupos de investigación “consagrado[s]a su deconstrucción”.

Como el personaje Waldo del primer capítulo de la magistral Black Mirror (también nuestro tiempo genera algunas obras maestras culturales), la radical crítica de la izquierda posmoderna a nuestra cultura “hace parecer absurdo” nuestro sistema civilizatorio por entero; incluso si, como reflexionaba un político conservador en la citada serie, y aun si pueden tener no poca razón, “Ese sistema construyó estas carreteras”, esas universidades, esas mismas garantías legales y esa misma noción de libertad y democracia que permiten que se despotrique en contra de él. 

Y sin eso, ¿qué tenemos?

No creo que el retorno a la Arcadia feliz que nos prometen. 

La Historia, me temo, se mueve en movimientos pendulares, y si antes que disolverse y entregar las armas la reacción europea al paradigma hoy imperante se parece, tan solo un poquito, a la de los senegaleses o vietnamitas del siglo pasado, no va a ser una experiencia demasiado divertida para nadie. 

La misma crítica indiscriminada y radical respecto a nuestra civilización, que hará quizás de agente movilizador, probablemente imposibilite hallar en ella la moderación mediterránea de un Aristóteles, la llamada a la caridad de un de las Casas, o el respeto por la vida humana de las doctrinas ilustradas liberales y del pensamiento cristiano a que, intelectualmente, tanto deben.

El resultado: Más que la recuperación auténtica de Europa o de su cultura y civilización, otra distopía posmoderna de distinto signo. 

Decía Marx: “La historia ocurre dos veces: La primera como tragedia, la segunda como farsa”. 

Roma, en su decadencia, tuvo a un Diocleciano, un Constantino, un Justiniano, que revitalizaron el Imperio, argumentablemente, un par de siglos cada uno. 

El Occidente del siglo XXI, parece y por desgracia, no tiene más que a Donald Trump y a los de la ‘deconstrucción’. 

Que Dios nos pille a todos confesados.

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