Pedro Sánchez con expresión seria en primer plano y un grupo de personas junto a trabajadores de emergencias en el fondo, con un diseño gráfico de fondo rosa y negro.
OPINIÓN

España ante el abismo migratorio

El Estado debe recuperar la capacidad de gobernar sus fronteras y establecer mecanismos eficaces de integración

Desde hace ya un tiempo, España se ha convertido en un polvorín por muchas razones, pero probablemente la cuestión migratoria sea una de las que más incidencia haya tenido en dicha circunstancia. Muestra de ello es el rápido crecimiento en nuestro país de opciones políticas cuyo discurso gira, de manera casi exclusiva, en torno a dicho asunto. Algo que, por otra parte, no se circunscribe solamente a la coyuntura española, sino que traspasa sobremanera las fronteras nacionales. Tenemos sendos ejemplos a nuestro alrededor, como el de Le Pen en Francia, de Wilders en Países Bajos o de Donald Trump en Estados Unidos. El caso es que se ha armado en el mundo occidental una respuesta política, más o menos acertada, a una situación que para muchos es ya insostenible y, a mi juicio, difícilmente remediable.

La semana pasada, los desamparados vecinos de Torre-Pacheco se vieron envueltos en una espiral de violencia pocas veces vista en la etapa democrática de España. El detonante fue la brutal agresión sufrida por un señor mayor -vecino de la localidad- a manos, presuntamente, de un grupo de magrebíes. Lo cierto es que analizar estos hechos nos lleva inevitablemente a hablar también de Alcalá de Henares, Sabadell y otros tantos pueblos y ciudades de la geografía española donde se han producido altercados similares con respecto al fondo, aunque de menor virulencia.

Grupo de personas en una calle durante la noche, algunas de ellas parecen estar en una situación de disturbio o enfrentamiento

La repetición en el tiempo de protestas fundamentadas en un mismo origen pone de manifiesto el hartazgo al que ha llegado una parte importante de la población con este tema. Décadas de mala política, ya sea por negligencia o por mero interés electoral -a decir verdad, me trae sin cuidado- han desembocado en lo que hoy sufrimos en muchas de nuestras localidades, a saber, un incremento de la delincuencia y, en consecuencia, de los altercados relacionados con el malestar ciudadano que ha provocado la situación a la que me refiero en el presente artículo.

En este sentido, es evidente que este malestar no surge del vacío. Los datos oficiales refuerzan la percepción ciudadana de que la inseguridad va en aumento. Tanto Eurostat como el Portal Estadístico de Criminalidad del Ministerio del Interior muestran una evolución preocupante: delitos como las lesiones (118.125 casos en 2023), el tráfico de drogas (21.033), las agresiones sexuales (12.727) y los asesinatos (1.692) alcanzaron máximos históricos, con varios años consecutivos de crecimiento. Mientras tanto, muchos de nuestros dirigentes patrios se vanaglorian de manera falaz de la bajada que ha sufrido el índice de criminalidad en nuestro país.

La manipulación discursiva resulta evidente: al reducirse los delitos de menor gravedad -principalmente robos y hurtos-, que representan la mayoría de las infracciones, se consigue maquillar el índice general de criminalidad, que se calcula en función del número total de delitos por cada 1.000 habitantes. De este modo, se transmite una imagen de mejora que no refleja la realidad de fondo. Dicha estrategia, bastante burda en mi opinión, permite a algunos dirigentes presumir de una supuesta eficacia en materia de seguridad, mientras los delitos más graves -los que más impacto tienen en la convivencia y en la percepción social del peligro- siguen aumentando sin que se implementen políticas contundentes ni se asuma responsabilidad alguna. La ciudadanía, por tanto, no solo percibe una mayor inseguridad, sino también una creciente desconfianza hacia unas instituciones que parecen más interesadas en manipular los datos que en abordar el problema con seriedad.

Un grupo de personas, incluyendo miembros de la Guardia Civil y de la Cruz Roja, se encuentran alrededor de un autobús.

Todo ello contribuye inexorablemente a abrir un debate tan incómodo como necesario: la relación entre inmigración y criminalidad. A este respecto, aunque la población nacida en el extranjero representa poco más del 18% de la población, en 2023 fueron responsables de la mitad de los asesinatos de mujeres y del 46% de las agresiones sexuales. No obstante, estos datos no justifican el rechazo ni el prejuicio creciente que determinadas opciones políticas están alentando contra la población migrante, pero sí exigen una respuesta política seria y honesta, que hoy por hoy brilla por su ausencia.

Para que se hagan una idea, en 2024, España experimentó un incremento significativo en la inmigración irregular. Se registraron más de 63.970 llegadas irregulares, marcando un aumento del 12.5% en comparación con el año anterior. En contraste, únicamente se deportó a 3.031 extranjeros, según datos del Ministerio del Interior. Sin embargo, este número solamente integra los procedimientos de expulsión por diferentes motivos de seguridad nacional en aplicación de la Ley de Extranjería, sin incluir las devoluciones de migrantes en situación irregular. Por alguna razón que desconozco, aunque puedo llegar a imaginar, el Gobierno no ofrece datos al respecto.

En este contexto de crispación, algunos sectores políticos insisten en asociar inmigración y delincuencia de forma directa, alimentando el relato de que todo inmigrante es, en potencia, un infractor de la ley. Este comportamiento replica lo que hicieron en su día las feministas más radicales con los hombres. Volviendo a la inmigración, este discurso en ocasiones discriminatorio se apoya, en parte, en estadísticas que indican que, en términos relativos, los delitos cometidos por personas extranjeras superan en hasta 2,5 veces los cometidos por nacionales. No obstante, esta lectura resulta sesgada si no se acompaña de un análisis riguroso de las causas estructurales que condicionan dichos datos: niveles de integración, precariedad laboral, marginación social, o incluso las propias limitaciones del sistema jurídico y administrativo para responder a estos desafíos con eficacia.

Sea como fuere, esto nos lleva a la conclusión de que cada año el estado español se ve obligado a hacerse cargo de decenas de miles de personas que, como es evidente, tardarán un tiempo en empezar a contribuir al país, si es que llegan a hacerlo. Ese, y no otro, es el germen del problema migratorio. Como ya dijera Milton Friedman, "si no hubiera estado del bienestar, podría haber inmigración totalmente libre". Dicha afirmación se sustenta en la premisa de que todo aquel que decida emigrar debe hacerlo bajo su propio riesgo, excluyendo los casos de asilo y protección internacional previstos en la Constitución Española.

Transeúntes inmigrantes en una céntrica calle de Barcelona andando de espaldas a la cámara

A ello habría que sumar otras medidas imprescindibles que, por razones ideológicas o de cálculo político, han sido sistemáticamente evitadas. La primera es la deportación efectiva de inmigrantes en situación irregular, cuya puesta en curso debe cumplir en todo caso con los estándares éticos exigibles a cualquier estado de derecho, generalmente reconocidos en los diversos tratados internacionales suscritos por España. Esta medida, aplicada con firmeza, pero también con garantías jurídicas, no solo contribuiría a aliviar la presión sobre el sistema de acogida y a reforzar la seguridad ciudadana, sino que supondría un golpe directo a las mafias que trafican con personas, al reducir drásticamente los incentivos para emprender viaje, cuyas probabilidades de naufragio son ciertamente considerables.

De manera complementaria, los inmigrantes legalmente residentes en España que cometan determinados delitos -especialmente los de carácter violento- deben ser objeto de una respuesta penal y judicial firme, incluyendo, cuando proceda, la expulsión del territorio nacional. La propia Ley de Extranjería ya contempla esta posibilidad en su artículo 57, que permite la expulsión de extranjeros condenados por delitos estipulados como muy graves. Sin embargo, en la práctica, esta medida se aplica con una laxitud preocupante, lo que socava tanto su eficacia como la credibilidad del sistema legal.

Por último, pero no menos importante, la revisión del marco penal para endurecer las penas en casos de multirreincidencia, con independencia de la nacionalidad del infractor, resulta igualmente ineludible. Estas acciones no deben interpretarse como represalias, sino como herramientas legítimas para proteger a la ciudadanía y preservar el orden social. Su aplicación, junto con la ya mencionada eliminación de ayudas públicas para quienes decidan, en uso de su libertad, emigrar a España, constituye, a mi juicio, un paquete de medidas coherente con cualquier sistema jurídico que aspire a ser justo, eficaz y funcional.

En definitiva, España se enfrenta a un fenómeno migratorio que exige un enfoque firme, realista y, sobre todo, honesto. Ni el aperturismo buenista ni la demonización populista del inmigrante ofrecen salidas útiles. El primero ignora los efectos sociales reales que una inmigración masiva y desordenada puede producir; el segundo promueve el odio y destruye la cohesión social. La solución pasa por recuperar la capacidad del Estado para gobernar sus fronteras, establecer mecanismos eficaces de integración y, en paralelo, asumir que una política migratoria sólida no puede basarse ni en la ingenuidad ni en la propaganda. El debate es incómodo, pero inaplazable. Y cuanto más tiempo tardemos en afrontarlo con madurez política, mayor será el coste social que habremos de pagar.

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